Recuerdo con exactitud el dÃa de julio en el que el ser humano puso los pies en la Luna; lo recuerdo porque yo acababa de volver de la Luna. Caà en Madrid a finales de septiembre del año anterior. Aunque visitaba la ciudad regularmente, la encontré desconocida. No era que la ciudad hubiese cambiado desde mi última visita. Era yo el que habÃa cambiado; más exactamente, habÃa cambiado mi circunstancia: la última vez que la pisé, yo era estudiante de la carrera de jesuita, y esta vez, habÃa dejado de serlo. ¿Que cómo era la vida en la Luna Era un transcurrir aparentemente apacible. Los selenitas, gente pagada de sà misma, tenÃamos los ojos puestos en un lugar que no estaba en dirección a la Tierra, sino en el lado opuesto, hacia donde decÃan que estaba el Más Allá. Los selenitas éramos, aunque aparentemente solÃcitos, desdeñosos con los seres humanos. Nuestro lema rezaba: «SonreÃdles, pero no los escuchéis». Mi estancia en la Luna habÃa durado exactamente once años y hasta una ameba estaba mejor preparada que yo para desenvolverse en la Tierra. Acaso estéis pensando que lo de permanecer once años con la cabeza vuelta hacia el Más Allá no era motivo suficiente para afirmar que habÃa vivido todo ese tiempo en la Luna. ¿Qué no Atended un momento.